La locura transgénero que seduce a nuestras hijas
Esta periodista americana, sorprendida por la cantidad de chicas adolescentes que, casi de la noche a la mañana, declaraban sufrir disforia de género y decidían transicionar para ser chicos, decidió investigar. A Shrier no le suponía ningún problema defender la transición de adultos con disforia de género, pero el crecimiento exponencial de adolescentes –sobre todo chicas– que se decían atrapadas en un cuerpo de hombre le llamó la atención.
Su hipótesis inicial era que muchas de estas chicas probablemente no tenían disforia de género, sino algún trastorno –hasta cierto punto normal– provocado por la adolescencia, que siempre es conflictiva, especialmente para una chica. La supuesta disforia, sospechaba Shrier, podía responder en muchos casos a una moda social que se alentaba desde los medios de comunicación y se apoyaba en una presencia abrumadora en el mundo digital y en un activismo LGTB que ha conquistado a una parte importante de la profesión médica. Para demostrar su hipótesis –que queda demostrada–, Shrier ha hecho centenares de entrevistas a chicas transgénero, familiares, influencers trans, y médicos y terapeutas expertos en género.
El libro, además de ser muy ágil y aportar numerosos datos y referencias bibliográficas, es una disección sumamente interesante de una situación que, especialmente en EE.UU., empieza a tener cifras y rasgos de epidemia. En varios momentos, Shrier compara la disforia con lo que supuso la anorexia hace unos años: un trastorno de la autopercepción en las adolescentes que se contagiaba con rapidez entre amigas y que se alimentaba en páginas web y redes de apoyo online donde las chicas podían descubrir trucos para seguir adelgazando.
La diferencia –y es aquí donde carga con más fuerza Shrier– es que, mientras en la anorexia a ningún terapeuta se le ocurría reforzar la percepción de las adolescentes y mucho menos someterlas a ninguna intervención para que dejaran de verse gordas, la llamada terapia afirmativa de género, que es la que se aconseja hoy día, lleva exactamente a lo contrario: a reafirmar rápidamente la –muchas veces incipiente– disforia de género, administrar testosterona y facilitar las intervenciones necesarias –a menudo auténticas carnicerías– para hacer la transición al sexo opuesto. Y todo eso, bajo la mirada atónita de unos padres que muchas veces piden, simplemente, un poco de paciencia para que sus hijas salgan del torbellino de la adolescencia, y a los que se acusa también de tránsfobos y se amenaza con que sus hijas se podrían suicidar si no empiezan rápidamente a hormonarse.
Shrier no duda en calificar todo este proceso como una locura transgénero y una absoluta humillación de la ciencia médica, e incluso del más elemental sentido común, ante la ideología y el activismo. La periodista afirma que todavía es pronto para evaluar los daños de esta locura, pero le duele especialmente –y lo repite con frecuencia en las páginas de su ensayo– que muchas chicas han tomado decisiones irreversibles con 15 o 16 años: el daño irreversible al que alude el título. Porque, además, muchas de esas chicas no consiguen superar su disforia de género a pesar de las operaciones o los tratamientos hormonales. Prueba irrefutable, según Shrier y de muchos padres entrevistados, de que la disforia ocultaba un trastorno más profundo que no se ha tratado.
Y le duele también el radical desprecio a la mujer que subyace en esta ideología que, en el fondo, encierra al ser humano en rígidos estereotipos. Un desprecio que, apoyado en campañas engañosas, han asumido y siguen asumiendo miles de chicas adolescentes.