Aceprensa. Hay expresiones que, a pesar de ser generosamente usadas en el mundo educativo, me gustan tan poco y las considero tan ambiguas que me resisto a emplearlas. Si necesitamos empalabrar el mundo, conviene usar buenos materiales.
Me referiré a tres: felicidad, autonomía y pensamiento crítico.
¿Qué entendemos por felicidad?
Es dudoso que en la mayoría de los casos la palabra felicidad signifique algo más que un vago anhelo de vivir sin vacíos en el alma (como decía Rousseau). Entre Goethe, que defendía que la felicidad es una aspiración plebeya, y los que prometen una felicidad a bajo precio, caben mil posturas diferentes. Unos creen que “para, ser feliz es suficiente con evitar el castigo, la culpa y los remordimientos” (Destutt de Tracy) y otros, que basta con “ser tonto y tener trabajo” (Gottfriend Benn). La felicidad se ha abaratado tanto que hasta se puede conseguir en el camello de la esquina. ¿No es significativo que cuanto más hablamos de felicidad más crecen los terapeutas? Lo que yo defiendo es que más noble que buscar la felicidad fragmentariamente es estimar la vida incondicionalmente, aunque ella parezca comportarse a veces como una amante caprichosa y ligera de cascos.
Estimar la vida significa tener el valor de estimarla. Cada vez veo con más claridad lo que decía el místico navarro Malón de Chaide: Las cosas pequeñas se pueden conocer sin necesidad de amarlas, pero las grandes se nos ocultan si no son amadas. La vida es una de las más grandes. Al hablar del valor de estimar la vida pienso en la construcción de una cierta fortaleza interior, de un dominio de nosotros mismos sobre nosotros mismos que actúe como viento portante en las inevitables cuesta arriba y como cobijo en la intemperie. Sin el coraje de estimar la vida, el mundo se nos desmorona como un castillo de naipes al primer revés de la fortuna. Para nombrar esta fortaleza interior, Sócrates se inventó el término enkrateia (literalmente, el poder interior). Las éticas helenísticas no son, en el fondo, más que interpretaciones divergentes de este concepto.
Esta enkrateia tiene poco que ver con la moderna autonomía, convertida en el principal dogma de la religión laica del presente. La enkrateia es la fuerza interior de un ciudadano; la autonomía es la soledad de Robinson Crusoe.
Amar incondicionalmente la vida es amar los lazos que nos mantienen unidos a una red de relaciones y por eso, cuidar de mí mismo es también cuidar de esa red.
Cuando Zapatero era presidente del gobierno y se definía como optimista antropológico, dijo que los padres no tienen derecho a interferir en las vidas de sus hijas de 16 años. Las hijas debían tomar autónomamente su decisión sobre abortar o no –que de esto se trataba– porque los padres “podrían tener una interferencia determinante en su decisión, y es su decisión”. Y añadió: “No privemos ni interfiramos en la decisión libre e íntima de la mujer, que es la que tiene una responsabilidad para toda la vida de asumir el embarazo”.
No voy a hablar del aborto, sino de la interferencia como manifestación de la enkrateia. Yo me declaro, orgullosamente, un elemento de interferencia familiar. Más aún, considero que una familia es una unidad de interferencia mutua y que vivir en comunidad es vivir entre interferencias. Me parece muy bien que mi mujer, mis hijos, mis nietos, mis hermanos y mis amigos interfieran en mi vida y creo, además, que tengo el deber de interferir en la suya porque cada uno de ellos es un trozo de mi alma y, en conjunto, son los trozos de mi alma que tengo repartidos por el mundo. Por eso, cuanto mayor es mi red de interferencias, mayor es mi alma y más extensa mi enkrateia. No me resulta nada estimulante la libertad que tenía Robinson Crusoe antes de encontrarse con Viernes. Tampoco me parecen muy sensatas –dicho sea de paso– las críticas que algunos defensores de la autonomía le dirigen a Robinson por atreverse a interferir en la cultura de Viernes con sus enseñanzas. Dicen que se comportó como un imperialista colonizador cultural. Yo lo tengo por un hombre existencialmente necesitado de lazos de copertenencia.
La enkrateia, tal como yo la entiendo, es la habilidad para trenzarte una generosa red de copertenencias.
Pasemos a otra expresión que intento evitar, la de pensamiento crítico. Prefiero hablar de pensamiento riguroso.
Me explico.
John Dewey, el padre de la pedagogía moderna, llevaba 40 años de experiencia educativa a sus espaldas cuando escribió Experiencia y educación. Había dedicado unas enormes energías a la promoción de lo que se dio en llamar el “learning by doing” (el aprender haciendo) y al echar la vista atrás, calificó de estúpidos a los pedagogos ingenuamente románticos que entienden la educación como el arte de desinhibir la espontaneidad infantil. Yo añado que los más estúpidos son los que confunden la desinhibición con el pensamiento crítico. Había aprendido algo que nosotros tendemos a olvidar: que los intereses autónomos del niño son relativamente incultos, inestables y transitorios. Sobre volubilidad es difícil construir nada firme y duradero. Pero hoy algunos pedagogos defienden con una espontaneidad muy desinhibida que no es lícito educar a un niño, porque educar significa transformar a un hombre en otro y eso éticamente es tan condenable como el asesinato; o que la corrección lingüística es inmoral porque impone los usos lingüísticos de una clase social a otra; o que la infancia es una clase social oprimida; o que la edad adulta no es más que una construcción ideológica opresiva de la autonomía infantil; o que la emancipación exige que una inteligencia solo se obedezca a sí misma. ¿Me creerán si, para acabar con este mínimo repertorio de excentricidades, les añado que hay, también, quien condena la enseñanza de las matemáticas por considerarlas “burguesas” y “blancas” y, por lo tanto, opresoras y coloniales?
Bajo la dictadura del activismo pedagógico y del “learning by doing” se ignora que el silencio, la meditación, el recogimiento, la lectura lenta, la escritura pausada, el ejercicio rumiante son también actividades y, sobre todo, que son actividades exclusivas de los humanos. El activismo pedagógico se comporta como si creyera que el proceso es más importante que el producto. Por eso los medios (situaciones de aprendizaje, trabajos en equipo, trabajo por proyectos, etc.) están sustituyendo a los fines. Tengo a veces la sensación de que algunas escuelas han pasado, sin darse cuenta, del “learning by doing” al “doing by doing”.
Una de las manifestaciones de la preponderancia del proceso sobre el resultado es la sobrevaloración de la opinión.
“Cada uno tiene derecho a opinar”, oímos decir continuamente, porque “todas las opiniones son respetables”. Las dos afirmaciones son discutibles. Por ejemplo, las opiniones frívolas sobre los otros hacen más mal que bien y debilitan los lazos de copertenencia (de interferencia mutua). Pero lo más llamativo es que, si se detienen a observar, verán que lo que habitualmente se tiene por pensamiento crítico es aquella opinión que concuerda con la nuestra.
Nos guste o no, el juicio de un experto (un médico, por ejemplo) sobre un asunto de su competencia es más respetable que el de un profano. Los antiguos decían que la opinión es el tipo de conocimiento que se encuentra entre el saber propiamente dicho y la ignorancia, ocupando, ese terreno ambiguo en el que conviene afinar la prudencia. El imprudente tiene muchas opiniones, pero con todas ellas oculta, se dé cuenta o no, la dimensión de su ignorancia.
La persona educada sabe diferenciar entre la opinión improvisada y el argumento meditado que se sustenta en razones. La capacidad para ver esta diferencia es una de las manifestaciones más claras del pensamiento crítico.
La persona educada ha de ser, también, capaz de distinguir en qué ámbitos puede relajarse opinando y en cuáles debe ser riguroso razonando. Está muy bien hablar apasionadamente de fútbol en una reunión de amigos, pero en un congreso de cirugía coronaria es mejor ahorrarse las opiniones. La escuela, por razones que deberían ser obvias, ha de ayudar al alumno a manejar con soltura el lenguaje adecuado en cada circunstancia.
La escuela debería, igualmente, habituar al alumno a construir silenciosamente sus argumentaciones, sin dejarse arrastrar por la impaciencia de la opinión, a rumiar la lógica subyacente a sus errores y a someter la opinión a la autoridad del saber. Una persona intelectualmente honesta se avergüenza de ganar un debate por medio de falacias.
Una opinión que carece del aval de un argumento riguroso solo es una caprichosa preferencia.
Buscar la razón en común, caminar juntos por donde la razón nos lleve, era para Platón el fundamento del diálogo honesto. Por eso concluía que el pensamiento no es otra cosa que el diálogo interiorizado.
La opinión no deja de ser un egotropismo, una manifestación de mi parcialidad. La razón que debe guiar el pensamiento crítico es la que tiene el coraje de hacer lo más difícil: reconocer lo que menos nos gusta, que estamos equivocados, y hacerlo sin añadir ningún “pero…”
¡Con lo que disfrutamos señalando los errores ajenos, y lo poco que nos gusta reconocer los propios! Para ello se necesita una buena dosis de enkrateia.