Con frecuencia hay que utilizar varios óvulos para conseguir una fecundación. Además, la mentalidad tecnocrática necesita optimizar el proceso, y por ello se hiperestimula a la mujer para obtener varios óvulos a la vez.
¿Es bueno y legítimo o el deseo de ser padres? Por supuesto. Es muy bueno este deseo natural de descendencia, de tener hijos. Pero en ocasiones queremos que se cumpla a cualquier precio, cueste lo que cueste. Y entre el precio a pagar, lo queramos o no, dejamos un rastro de “hijos congelados”. Es la segunda derivada, uno de tantos problemas que generan las técnicas de reproducción artificial, la fecundación in vitro.
Esta técnica produce artificialmente la fusión de un óvulo y un espermatozoide, generando en un laboratorio un embrión. Pero esta producción, ya de por sí preocupante, no es tan simple. El proceso es costoso, en dinero, en trabajo técnico y en salud de la mujer. Con frecuencia hay que utilizar varios óvulos para conseguir una fecundación. Además, la mentalidad tecnocrática necesita optimizar el proceso, y por ello se hiperestimula a la mujer para obtener varios óvulos a la vez (lo deseable son entre 5 y 15 ovocitos). Se fecundan varios óvulos, pero la mujer “ha contratado” un hijo, no media docena. Solución: se congelan los embriones sobrantes, conseguimos así otra optimización del proceso: estos embriones se podrían usar para el caso, más frecuente de lo que vende la publicidad, de que tengamos que repetir el proceso.
Pido disculpas por este lenguaje empresarial para hablar de la paternidad, la procreación y los bebés, pero es un claro reflejo de lo que sucede. El mismo procedimiento y su lenguaje reflejan la mercantilización que esconde esta técnica, la instrumentalización de los 4, 6 u 8 hijos que se han generado en cada ciclo. Y aquí hay un curioso juego lingüístico: por una parte los llaman embriones, pero por otra, no se les da la protección que merecen. Y si el embrión no está implantado en el útero de la mujer, dicen, no existe embarazo. Estos pobres embriones son apátridas, seres que viven en un limbo legal, científico, humano.
La congelación o criopreservación de embriones es un delicado proceso en el que se detiene el desarrollo del embrión sometiéndole a una gran bajada de temperatura, 196 grados bajo cero. Así podemos tener embriones en stock, por si falla el proceso o la madre quiere otro hijo. En España, según la última cifra de que disponemos, tenemos a 791.634 embriones, 791.634 niños, 791.634 personas. Casi el mismo número de personas que hay en Valencia, la tercera ciudad más poblada de España.
Son 791.634 niños huérfanos, o mejor dicho, abandonados, esclavizados, con una mísera vida en un tanque de nitrógeno líquido a 196 grados bajo cero. Niños congelados, condenados a una existencia indigna de cualquier persona. Algunos de ellos serán descongelados, para intentar una nueva transferencia en su madre, o en el seno de otra mujer. Pero se sabe que en ese proceso de descongelación el 25 o 30 por ciento morirán. En el 2022, por ejemplo, de los casi 100.000 embriones descongelados poco más de 26.000 llegaron a nacer. ¿Qué han hecho estos niños para tener una existencia así, o para terminar sus días de ese modo?
Es una de las caras ocultas, quizás la más llamativa, del drama de la fecundación in vitro. Una existencia indigna, que pone más en evidencia el proceso industrial que se esconde tras estas técnicas. “Stock sobrante”, que con frecuencia termina como material biológico para la investigación.
Recientemente leí las condiciones que un seguro privado de España marca para sufragar, pagar, la fecundación in vitro (sospecho que es una práctica habitual de los seguros privados): Si quieres una fecundación in vitro y cumples ciertas características, el seguro privado cubre los gastos de la ´FIV. Pero si quieres mantener a tus hijos congelados, la única opción es que el particular pague ese mantenimiento íntegramente; en caso contrario, siempre cabe el recurso de “donarlos a la ciencia”, o sea, entregarlos a un laboratorio para la investigación.
No estoy a favor de la fecundación in vitro, pero ¿por qué pagar la fecundación y no hacerse cargo de sus consecuencias, de todos los hijos engendrados en ese proceso? ¿No será que prima el deseo inmediato de los padres, olvidando casi por completo las consecuencias derivadas de sus actos? Adoramos con demasiada facilidad la “estatua de la libertad”, pero ni siquiera hemos construido la “estatua de la responsabilidad”.
Un acto no es bueno ni malo principalmente por sus consecuencias, si bien estas nos deben hacer pensar, nos pueden ayudar a vislumbrar la bondad o maldad que esconde el acto. Más de 791.000 embriones congelados en tanques de hidrógeno líquido, un gasto descomunal, económico y sanitario, para conseguir un “éxito” en un 20 por ciento de los casos, numerosos matrimonios rotos o seriamente dañados después de “conseguir” el niño, etc.
Junto a esa reflexión hemos de pensar en la verdad de la vida que hay detrás de cada embrión, una palabra muy presente en todos los informes oficiales sobre reproducción artificial. La realidad biológica y humana del embrión es un dato que se nos impone desde la ciencia (la realidad es tozuda, decía un ilustre profesor de filosofía). Nos grita, desde su libertad: “Déjame vivir, quiero vivir, soy inocente”. Y llegamos al núcleo del problema: ¿quién tiene potestad para matar a un inocente o condenarl0 a la “prisión del nitrógeno”? Las circunstancias son complejas, pero nunca debemos perder de vista el núcleo de la cuestión, el respeto a la vida y el respeto a cómo se da esa vida, en un acto de amor ordenado a la procreación o en una técnica de reproducción, siguiendo unos protocolos de calidad y eficacia.